Lucía es de esas chicas que miran mucho al suelo, pero piensan en el cielo. Sus tobillos blancos, encadenados a una realidad que no le gusta, intentan escapar, levitando a dos dedos sobre el mundo. Los bolsillos le pesan cantidad, y sus hombros son de miedo. Si está nerviosa se enrosca el pelo entre los dedos, y si piensa se muerde los labios. Lucía no sueña, Lucía imagina lo que le gustaría soñar, pero nunca se acuerda. Las muñecas de Lucía son el Diablo.
A veces sonríe sin sentido, le gusta desconcertar a la gente, saber que ellos la miran y que no entienden nada. Se desvive por guardar algún secreto, no dejarse conocer... odia la verdad absoluta. Lucía en realidad es una adicta. Está enganchada a la melancolía, a vivir en un corto de Nouvelle Vague, es una yonki del desenfoque gaussiano, es una moderna, es esa vecina tan rarita y tan follable. Es una mezcla entre Amelie, Effy, Marla y la Georgia de Pete Shelley. Hoy lleva un vestido negro y los labios rojo puta. Sus gemelos te saludan, como obligándote a enganchar tus manos en sus piernas y no dejarlas nunca. Pero es intocable.
Lucía es un enjambre de abejas, un ramo de rosas blancas, una taza de té frío, cualquier cosa hermosa y que duela. Lucía es destructiva. Lucía es el cigarro del después. Orgullosa. Es hierro oxidado. A veces querrás atarla, y se dejará un rato, y luego dejarás de existir cuando se vaya. No intentes esconderla, no es tuya, no es de nadie, ni de ella misma. Lucía es un Domingo concentrado, es cine francés y café barato. Está cubierta de cenizas de papel. Oscura, caliente y frágil. Aunque en el fondo sabes más que eso.
Sabes que la necesitas, y que yo también. Todos la necesitamos. Es ese atisbo de belleza universal, es amor, venganza, miedo y odio. Es azúcar en vinagre. Es equilibrio.
Está tan concentrada en ser ceniza, que si miras por detrás ves cataratas.
Lucía es agua.