Los huesos de Lucía son de hielo. De cristal picado. Le
duele a más no poder. Le duele sentirse tan incapaz de nada. Pero el dolor es
lo único que vive a principios de Diciembre. La gente está tan muerta, tan
sumida en el irremediable kaos de la mediocridad...
Lucía llora los domingos por la noche. Desconcertada. La
vida se vuelve demasiado grande, demasiado perfecta. Demasiado. Como para
vivirlo sola. Como para no tener ninguna mano a la que enseñarle la belleza de
un plano fijo inclinado. No se trata ni de la soledad, se trata de existir, de
saberse viva, ser consciente de ello, y de su propia consciencia. Lucía es
mucha gente a la vez, muchas historias que no son suyas. Se dedica a robar
miradas y secuencias de montaje. Y bandas sonoras. Imagina el mundo en planos
cortos, rápidos, intercalados con un infinito y quemado fotograma inmóvil, del
mar.
Sueña con escribir todo lo que piensa. Despierta. Pero se le
acaba el carrete y al despertar no recuerda nada. Y la apatía, esa rebelde
enemiga que se disfraza de impotencia. Había aceptado sentirse impotente ante tanto mundo... Pero la
apatía la destroza, le hace añicos los huesos. No puede soportar la idea de que
alguien sea capaz de ir por la vida aceptando cosas, sin más, sin tan siquiera
sentirlas.
Lucía solo quiere un desconocido que la haga llorar, y que
no le pregunte porqué, le aparte el pelo de la cara, y nunca, jamás, la mire
directamente a los ojos.