No tengo nada que temer. Nada que perder. No hay ninguna
razón por la que despertarme algún día sin ganas de volver a dormir. Será por
eso que tengo tantas ganas de vivir. Será por llevar la contraria o por joder.
Pero me muero de ganas de, sea lo que sea, tener algo con lo que soñar.
He llegado a admirar mi capacidad de congelarme ante
cualquier cosa, de convertirme en un muro impenetrable y vivir de mí misma
tanto tiempo. Pero cada vez que se abre una brecha en ese muro se me parten las
costillas. Aún así sigo, desde cero, como tantas otras veces. Intentando
aprender algo que nadie me preguntó si quería saber.
Demasiados días se me han convertido en domingos. Demasiadas
veces me he sentido jodidamente sola, pero en lugar de seguir andando de
espaldas, por algún extraño motivo, por una sinrazón que no entiendo ni yo,
sigo esperando mi utopía. Quizás sea hablar con mi padre, abrazar a mi madre,
enamorarme, quien sabe. Pero contra todo pronóstico, sigo admirando la belleza
del mundo, por muchos alegres asesinos que se empeñen en cargárselo. ¿Será esta
mi particular manera de ser feliz? ¿Simplemente tener intención de sobrevivir
esperando algo que quizás nunca llegue, y que ni siquiera sé si seré capaz de
reconocer?
Soy mi propia enemiga de pensamientos inconexos, y otra vez
me alegro de ello, de tener tantas cosas y no poder usarlas todas, como un niño
entre un montón de juguetes.
Pero si no tengo nada… Tengo un montón de cosas que no
existen.
Imagina. Utopía.
El mar, preguntándome porqué he tardado tanto. Porqué no he
escuchado a las sirenas. Porqué he tardado tanto en rendirme a su inmensidad, a
colgarme en su horizonte. El mar me pregunta porqué he tardado tanto, y la
respuesta seguirá siendo siempre la misma.
Porque sigo esperando.